Se encontró, de repente y sin sentirlo, como si una espesa nube lo hubiera captado y trasladado a otra estancia, en la cual ya no estaba su mesa escritorio de madera de ébano, heredada en diversas generaciones, de la cual era usufructuario hasta la siguiente, ni su portátil, ni su emblemática pluma, que ya no usaba, pero le recordaba cuando escribir, era una acción manual y de prestigio.
Visto así a distancia, parecía un acto en la lejanía que ya no podía volver a realizar, abandonado por su musa, la pantalla resplandecía de un blanco inmaculado, con sus márgenes de azul celeste, para enmarcar el vacio.
De nada servía culparse por el abandono, se negó a escribir lo que le dictaba al oído, por considerar que era una cosa facilona y vulgar, y ahora con ella ausente, por despecho, no podía ni recordar lo que consideraba de cosecha propia ni lo que se negaba a recoger de su dictado.
Alfred